sábado, junio 16, 2007

La II Guerra Fría: Degradación Corporativa de la Democracia

“Nosce te Ipsum” (Conócete a ti mismo)
Sócrates

1.-Nuestro bando

Empecé a escribir sobre la II Guerra Fría con la recomendación de Sun Tzu siempre en mente: “Si conoces bien al enemigo y te conoces bien a ti mismo no tienes que temer el resultado de cien batallas”.

Ya hemos dedicado un tiempo importante a conocer, al menos estilizadamente al enemigo. Hemos descrito el nacimiento del Islam, su naturaleza revolucionaria, su programa expansionista y su degradación reaccionaria. También nos hemos referido a la creciente desintegración del Estado nacional y al ascenso del para-estatalismo. Deberemos volver más tarde al análisis del integrismo moderno, y la formación de una identidad islámica universalista, y política.

Ahora vamos a considerar la evolución material e ideológica en Occidente desde la II Guerra Mundial, centrándonos en los tres elementos que más condicionan nuestra debilidad y división a la hora de enfrentar el totalitarismo de nuestro tiempo: la transformación del escepticismo científico en nihilismo postmoderno, del anti-imperialismo universalista en relativismo multicultural, y la degradación reaccionaria del feminismo.

En conjunto, voy a describir como la izquierda occidental ha cambiado su programa de la Clase Media Universal por la consciente explotación de la política de la identidad, y como la derecha económica sirve fielmente a los intereses mercantilistas de las burguesias nacionales a las que representa, a costa de agudizar los problemas sociales asociados a la globalización con la inmigración masiva.

2.-La sociedad corporativa

Desde su inicio hasta mediados del s.XX, la ciencia social (es decir, basicamente la economía) tuvo que tomar como dado el marco institucional, derivando sus consecuencias lógicas pero sin ser capaz de explicarlo.

Pero desde la revolución de la Teoria de Juegos en Economía, esto ha cambiado. El marco institucional que antes era un a priori que ordenaba la conducta de los agentes, entra dentro del dominio del individualismo metodológico; es decir de la ciencia social. Desde finales del s.XIX se entendian las reglas de un mercado donde hay unos derechos de propiedad exógenos, pero desde Nash y Buchanan, podemos preguntarnos sobre las condiciones que crean y sostienen los distintos marcos intitucionales; la política deja de ser exógena y se endogeniza en el campo de la ciencia social.

En esas condiciones, los argumentos clásicos de Hayek sobre la sociedad corporativa cobran una total solidez científica.

Estilizadamente en el modelo base de una sociedad corporativa (en el campo económico) los agentes son maximizadotes racionales y saben que el libre comercio es un optimo social, PERO también saben que su interés individual consiste en defender sus privilegios. Así pues cada agente hace lobby para defender su protección, porque la ganancia que produce gastar 1 dólar en hacer lobby para su interés individual es mucho mayor que la ganancia de hacer lobby para la liberalización (interés colectivo). Como resultado todos los agentes hacen lobby por el proteccionismo y la sociedad sigue siendo corporativa, y TODOS pierden. Esto es muy intuitivo, porque para todo agente la mejor situación es vivir en una sociedad donde todos los mercados estén liberalizados menos aquel en el que uno es productor. Pero al obrar así, acaba en una sociedad donde ningún mercado está liberalizado. Los agentes se roban unos a otros, con el Gobierno como intermediario. No querido lector: no es un juego de suma cero, sino de suma vastamente negativa.

Un análisis de la evolución de una democracia absolutista (como la que prevalece en Occidente) nos convence de una tendencia permanente hacia la degradación corporativa. La existencia de una acumulación de poder irresistible crea las condiciones para una industria de la captura política, y el interés de grupo tiende a ahondar el corporativismo. Este equilibrio social no solo es perverso, sino también firme.

Hay dos problemas de acción colectiva en la democracia que se anidan entre si: la ausencia de incentivos marginales del votante y la gestión de la identidad.

En un estado moderno relativamente liberal, un tercio de la renta la gasta el Gobierno: es decir, una cantidad semejante al coste de la vivienda. Pensemos en el cuidado y el realismo con que un individuo afronta la decisión de comprar una casa y financiarla: las vueltas que da para elegir la mejor hipoteca, el mejor barrio y la mejor casa. Ahora comparemos ese cuidado con la irresponsabilidad típica del votante, que suele tomar sus decisiones llevado de fobias y filias irracionales. Comparemos a un agente inmobiliario, que ofrece con realismo a su cliente la casa que mejor se ajusta a sus necesidades, con la actitud del político que trata de excitar en él sus peores instintos facciosos. ¿Cómo es posible que las dos decisiones que afectan a una fracción semejante de la renta se tomen de forma tan distinta? La respuesta, como diría el loro economista [1], es incentivos.

¡Incentivos! El voto de un individuo nunca determina el resultado de la elección; por tanto el votante, aunque está expuesto a la irresponsabilidad de la mayoría, no está en ningún sentido expuesto a su propia irresponsabilidad. Dios hace salir el Sol para justos e injustos, y la democracia es igualmente poco selectiva. En esas condiciones, donde el votante responsable y el irresponsable reciben el mismo pago, la política se convierte en una rama de la industria del espectáculo. El votante infantil y el político payaso son el producto natural de estos incentivos perversos.

Los incentivos individuales no existen; las interacciones no son marginales. Pero queda el interés grupal.

¿Pero de qué grupo? En que un sistema democrático, según Friedman, el Estado no redistribuye de ricos a pobres, sino de mayorías desorganizadas a minorías organizadas. Y por tanto existen incentivos a organizarse como minoría. El votante altruista racional elige la mejor opción tras el velo de ignorancia rawlsiana, pero las minorías egoístas, que se reconocen como tales acaban teniendo un poder desproporcionado. El nacionalismo, el etnicismo, o el interés mercantilista siempre tendrán ventaja en democracia; mas o menos dependiendo del sistema electoral, pero mucho en todo caso; desde luego, no es fácil organizarse como minoría, pero dentro del sistema de la sociedad corporativa pequeñas fallas en la homogeneidad identitaria tienden a exacerbarse. El votante altruista rawlsiano, que es la hipótesis central de la democracia no puede sobrevivir al proceso democrático.

Nuestra democracia totalitaria (es decir, donde el poder soberano de las mayorías no tiene freno) es afortunadamente un totalitarismo inconsistente. El poder absoluto nunca llega a consolidarse, y el juego de suma negativa de la sociedad corporativa no desemboca en el GULAG. Es su única ventaja, pero no es pequeña.

Ahora bien, las consecuencias siguen siendo graves; más de lo que aparentan. El coste económico de la sociedad corporativa es alto; la democracia oscila entre dos polos: exprimir a la vaca capitalista hasta matarla o aprovecharse de ella con un mínimo de interferencia. Se observa un permanente ciclo político entre ambas opciones: en los años 70 la lustrosa vaca inglesa se ordeñó sin piedad, pero cuando el resultado fue evidente, las fuerzas del sentido común prevalecieron en el thacherismo. En conjunto, el votante (en una sociedad educada y con amplias clases medias) reacciona con cierta elasticidad a los desastres macroeconómicos.

Pero los efectos de largo plazo funcionan según el principio de la cocción de la rana: si se hace lentamente, la rana no salta del cazo. Por eso las fallas económicas estructurales pueden persistir indefinidamente; España se acostumbró en los ochenta a tres millones de parados, y sigue sin protestar ante unas leyes del alquiler que han destruido el mercado de la vivienda y han contribuido a dañar casi irreversiblemente su futuro demográfico. Inglaterra toleró durante más de un siglo el arancel del trigo. La escandalosa PAC no ha provocado una justa oleada de violencia política. Sesenta años de colectivismo educativo han dañado casi irreversiblemente el capital humano y la autoconfianza cultural en Occidente.

En conjunto, la sociedad corporativa permite la acumulación de daños sociales estructurales: como el cuerpo humano, la democracia se defiende bien de las infecciones agudas, pero acumula metales pesados. Cuando la enfermedad pasa de aguda a crónica la democracia se limita a acomodarla. Surgen a su alrededor los intereses correspondientes.

Llegados a este punto el lector quizá espera soluciones; quizá, como Hans-Herman Hoppe, una propuesta antidemocrática; quizá como Hayek una propuesta de reforma constitucional. En lo que se refiere a las alternativas a la democracia,todas son peores que la enfermedad: la autocracia romana, nacida con las mejores intenciones y bajo los auspicios de la Constitución, degeneró primero en una feroz dictadura militar, y después en una lista interminable de guerras civiles. Las oligarquías, ya sean del privilegio o del mérito, pueden ser mortalmente competentes, pero son también mortalmente explotadoras. El problema del poder es esencialmente irresoluble: la elección colectiva implica ciclos de degradación social; si el lector juguetea con fantasías anarquistas, el fantasma hobbesiano le despertará de su sueño.

Por el lado de la reforma institucional, las perspectivas son más seductoras: también más decepcionantes: es fácil diseñar sistemas institucionales para proteger a la democracia de sí misma; no obstante la sostenibilidad de estos sistemas difícilmente es compatible con los incentivos reales.

Las ideas tienen consecuencias; las consecuencias de las ideas tienen consecuencias ideológicas. Llegados a este punto el lector sospecha un nuevo punto fijo; otro equilibrio social. En efecto: la infraestructura material, construida de intereses y la superestructura ideológica acaban convergiendo. No de la forma causalista que sospechó Marx; probablemente la ideología cambia más la estructura de intereses de lo que los intereses alteran la ideología.

La sociedad corporativa tiene su ideología: la ideología de la corrección política. Una sociedad dividida en grupos de presión en un permanente juego de combate y alianza no se puede permitir ni la uniformidad totalitaria ni la libertad de expresión. La expresión en la sociedad corporativa no es expresión de ideas, sino expresión de intereses. Bueno, esto también es una idea; probablemente un mala idea.

La esencia de la ideología de la corrección política es que el consenso sustituye a la verdad. Desde el punto de vista positivo la ideologia de la corrección política consiste en la sustitución en el campo de la ideas del método científico y del principio de verdad objetiva por el nihilismo epistemológico y la teoría de la doble verdad. En el campo político la academia cultiva una ideologia del odio a las clases medias desorganizadas en nombre de las minorías organizadas.

¿Por qué las minorías académicas han roto con dos siglos de Ilustración para entregarse de nuevo a la Escolástica (y precisamente a la Escolástica primitiva)? En corto: porque pueden. El intervencionismo y el colectivismo han sido mucho más intensos en el plano cultural que en ninguna otra área de la vida social. Y no solo porque la educación sea gratuita, sino sobre todo porque se presta en régimen de puro socialismo, sin apenas competencia. Las advertencias de Friedman y Hayek, que parecían exageradas en los años 60 se quedaron cortas. Y la propuesta del cheque escolar parece hoy más importante que nunca.

Liberados de toda responsabilidad con el público y con los mecenas privados (al menos en el campo de las humanidades) queda la responsabilidad con los políticos y con sus pares académicos. El campo para los derridianos, el feminismo académico y el racismo anti-blanco institucionalizado estaba abierto.

En general, la censura de los grupos de presión no ha parado de empeorar: Steve Pinker describe en “La Tabla Rasa” la persecución contra los realistas psicológicos en Estados Unidos. En Europa la negación del Holocausto es delito, y pronto veremos a algunos ir a la cárcel por defender a Israel. En el campo de la ciencia económica la fortaleza del paradigma neoclásico ha dificultado mucho más la aparición de poli-logismos. Pero salirse del guión en el debate académico sobre la inmigración y sobre el tratamiento de la delincuencia (y mucho más sobre la combinación de ambos) es un billete seguro hacia el ostracismo académico y profesional: no digamos ya la intrínsecamente controvertida cuestión del Islam, o las diferencias cognitivas entre razas o sexos. Las instituciones públicas infringen permanentemente la Constitución para amordazar a los altos funcionarios; los altos directivos están igualmente atados de pies manos por sus jefes y en la academia la divergencia es perseguida colegiadamente.

El flujo de información e incentivos es la savia de la sociedad. Por eso cuando en una sociedad los individuos dejan de decir lo que ellos piensan para decir lo que sus oyentes quieren oir, el camino de la decadencia está muy andado.

Bien, cuando el Islam moderno llega a Europa se encuentra con una sociedad facciosa, corporativa y estatalista hasta niveles bizantinos y con una clase intelectual dedicada al bizantinismo.

En buena lógica, esperan confiados la Caída de Constantinopla.

[1] El loro economista respondía a todas las preguntas “oferta y demanda”

PD.-Democracia islámica: un hombre, un voto, una vez.