lunes, febrero 19, 2007

El Declive de la Renta Exógena del Petróleo y sus Consecuencias

Ya me referí en un post anterior al concepto de renta exógena. Una fuente de renta es exógena si no depende del trabajo humano. Históricamente la renta del factor tierra, en el sentido ricardiano del término se ha considerado dada y su posesión era una apropiación de algo no producido.

Esta renta consiste en "la porción del producto que se le paga al terrateniente por el uso de la tierra, sin contar rentas del capital". Añade Ricardo que "debido a que la tierra no es ilimitada en cantidad ni uniforme en calidad, cuando la población aumenta, la tierra de calidad inferior es cultivada, y en ese momento la tierra de mayor calidad empieza a ofrecer renta, que es igual a la diferencia en productividad de los dos tipos de tierra"

Por eso, el economista Leon Walras propuso en el s.XIX la nacionalización total de las rentas de la tierra (convirtiendo al Estado en el único terrateniente, que alquilaría la tierra a los agricultores o empresas mineras por un periodo dado, o por una fracción del producto) y la supresión del resto de los impuestos. Consideraba Walras que la actividad humana creativa debía recompensarse e incentivarse, y por tanto era inmoral y anti-económico tasar el trabajo y los beneficios, pero que las rentas parásitas debidas a una mera apropiación de la naturaleza debían servir a la colectividad. La idea se siguió en el caso de las rentas mineras, pero jamás se aplicó a la agricultura. El problema es que es muy difícil decidir cual sería el alquiler fuera del proceso de mercado: es decir, en el output agrícola es muy complicado distinguir la renta ricardiana de la tierra del rendimiento del capital invertido (en forma de acequias, vallas, pozos y otras mejoras).

Sin embargo en el caso de la minería, a lo largo de la segunda mitad del s.XX, el Estado se ha ido apropiando de los productos del subsuelo. En el momento presente, el petróleo, que es el recurso natural más valioso a nivel global, esta básicamente nacionalizado en todos los países exportadores importantes.

En Arabia Saudi, la compañía ARAMCO, en Venezuela PDVSA, en México PEMEX, y en Rusia una serie de holdings en manos de la oligarquía post-soviética (con el gigante Gazprom a la cabeza), tienen en sus manos más de dos tercios de las reservas probadas. Una situación probablemente peor se da en el caso del gas natural.

En los buenos-viejos tiempos en que la extracción de petróleo se realizaba por el expeditivo método de hacer un agujero en la tierra y meter lo que salía en cubos, los beneficios del petróleo eran básicamente renta exógena y su tasación total tenía sentido económico. Desde luego, el lector familiarizado con la maldición de los recursos y la Teoría de la Elección Pública ya sabe que las consecuencias de esa tasación han sido devastadoras, pero al menos la ortodoxia fiscal estaba de parte de los expropiadores [1].

Sin embargo conforme nos movemos hacia yacimientos más marginales, la extracción de petróleo exige cantidades crecientes de capital y tecnología; es decir, el producto de la tierra es cada vez menos "renta ricardiana de la tierra" y es cada vez más "renta del capital". Y los recursos energéticos son cada vez menos renta exógena, y cada vez más renta generada; por tanto su tasación total es crecientemente contraproducente.

Con la escasa ética del trabajo y las tecnologías anticuadas de extracción de las grandes empresas públicas, el declive de los yacimientos va a ser rápido. La extracción petrolífera ha pasado de ser pura apropiación de renta a ser una industria de alta capitalización. Pero en la última década, ya estamos hablando de empresas de teconología punta, intensivas en cálculo y simulación informática. En el "Workshop on oil depletion" , encontramos dos presentaciones (en MP3), que nos indican la realidad del creciente nivel de intensidad tecnológica en la industria extractiva y de que solo puede ir a peor (véase I y II).

Desde luego no propongo una privatización sin más de esos recursos naturales; el componente de renta exógena sigue siendo una parte muy importante en los beneficios de la industria del petróleo, y en todo caso tasar un recurso no renovable sigue siendo óptimo por razones fiscales, y si no óptimo, al menos mejor que cualquier otra opción: o sea, óptimo.

Pero la tasación total del beneficio en nombre de la retórica gilipollas de la soberanía nacional y la extracción por parte del Estado, que siempre fueron ineficientes, están a punto de dejar de serlo, para volverse imposibles. Antes de que los países productores sufran una caída monumental de sus ingresos, y las empresas internacionales comiencen a instalar capacidad en tecnologías más caras y marginales para evitar los riesgos políticos (básicamente plantas de liquefacción de carbón), lo mejor desde el punto de vista económico sería que las empresas nacionalizadas se privatizasen y se las tasase con un impuesto sobre las exportaciones. Diseñado con cierto cuidado, y comprometiéndose a un nivel impositivo bien conocido de antemano, esto mejoraría el bienestar de todos.

No creo que me hagan caso, y así con un poco de suerte, de aquí a veinte años las plantas de liquefacción de carbón habrán convertido Siberia en un vergel, y los Saudíes se tendrán que comer la arena del desierto, a cuatro o cinco grados de temperatura más que ahora [2].

PD.- ¿No conocéis Epepeh? Pues a mi me parece uno de los mejores blogs en español. No solo por sus ideas, también por su prosa.

[1] Obviamente a Noruega le ha ido muy bien.

[2] Muy probablemente el IPCC ha exagerado los efectos de dióxido de carbono sobre el clima, pero también ha infravalorado las emisiones de dióxido de carbono por unidad de PIB conforme nos movemos hacia tecnologías más marginales y más sucias.

martes, febrero 13, 2007

Socialismo y Taylorismo

Aunque la teoría económica de la burocracia se remonta al paper de 1937 de Ronald Coase sobre la estructura de la empresa, y al paper de 1920 de L.von Mises sobre la imposibilidad del cálculo económico socialista, los economistas ortodoxos nunca han llegado a interiorizarla.

No obstante, es esencial. Y lo es mucho más en una época de enorme cambio en las teconologías de la información y del control. Por eso, cuando encontré esta referencia (vía MR) a un libro de Barry Eichengreen, no pude menos que felicitarme. Eichengreen analiza el bajo crecimiento de Europa en los últimos treinta años (la llamada euro-esclerosis) desde una perspectiva socialdemócrata, y sin embargo crítica con el modelo europeo. Su tesis es esta: el modelo europeo de post-guerra, basado en grandes bancos (en lugar de mercados de capital), fuerte sindicación de la mano de obra, y un amplio sector público, que fue un éxito a la hora de reconstruir el continente y continuó siéndolo hasta la década de los setenta, se ha vuelto obsoleto en un mundo donde el crecimiento económico se produce en sectores de alta tecnología, en los cuales la inversión no se dirige a la mera replicación del capital con tecnologías conocidas, sino a la innovación tecnológica. La explicación de Eichengreen apunta a las causas reales de la euroesclerosis, pero en mi opinión se queda corto, al centrarse en algunos sectores de alto valor añadido y en el caso europeo: sus argumentos explican mucho de lo ocurrido en todos los sectores y en todos los lugares del mundo desde 1970.

Hacia mediados de la década de los 60 Jhon Galbraith y (parcialmente) Paul Samuelson crearon una teoría de la convergencia de los sistemas económicos: la sensación general era que conforme el tamaño de las actividades industriales se ampliaba y las técnicas de gestión racional se extendían, el comunismo y el capitalismo acabarían siendo equivalentes. Dado que las economías de escala industriales parecían siempre crecientes, la idea era que los países capitalistas irían desarrollando estructuras económicas cada vez mas centralizadas, que suavemente se parecerían a las del socialismo. La relajación de la represión y el avance industrial soviético, a su vez generarían a su vez presiones políticas que conducirían a la economía comunista hacia un régimen de consumo. La Guerra Fría, por tanto no era más que un malentendido entre dos sociedades cuya adicción a la gestión racional no podía menos que conducir el gran conflicto ideológico del s.XX a una solución dialéctica [1].

Sin embargo a partir de 1980, el ascenso de Ronald Reagan y la reactivación de la Guerra Fría acabo con estas fantasías. El estancamiento político y económico de la Era Breznev parecía indicar que de repente había un ganador en la carrera ideológica.

Los parecidos entre la economía americana y soviética a mediados de los 60 eran algo más que cosméticos: con un régimen Taylorista de producción y unas economías de escala siempre crecientes, el tamaño medio de la firma no paró de crecer hasta los años mediados de los 70, pero luego en Estados Unidos empezó a decrecer.

El tamaño de la firma en una economía capitalista es el resultado de dos fuerzas contrapuestas: por un lado las economías de escala hacen que operaciones industriales cada vez más extensas e integradas sean más rentables. Pero a su vez, dentro de la firma las relaciones son verticales y burocráticas, y por tanto los problemas de la burocracia en forma de falta de incentivos e información imperfecta hacen que las grandes compañías suelan replicar a escala los defectos que la más grande de todas las firmas (el Estado) tiene hasta niveles grotescos.

Bajo un régimen Taylorista de producción la ineficiencia del socialismo es mucho menor. De todas formas la estructura de producción es burocrática, y jerárquica en razón a la tecnología, con lo cual el socialismo solo añadía una capa más a la ineficacia burocrática que sufrían las propias empresas, y especialmente las más punteras, que eran las más grandes y las más verticales . Además, mientras que con objetos complejos o en el sector servicios la medida de la calidad de los productos y de la productividad de los trabajadores es esencialmente imposible fuera del mercado, en una economía industrial Taylorista, la calidad y la productividad se pueden aproximar más fácilmente por métodos estadísticos.

La epidemia de OPAs de los años 80 implicó un claro aumento de la disciplina de mercado, y a continuación la plena introducción del ordenador en la estructura productiva empezó a cambiar el modelo Taylorista. La economía era cada vez más intensiva en servicios, y el abaratamiento de los costes de transporte internacional (resultado de la introducción del contenedor multiusos y de nuevas técnicas de inventario) empezó a hacer cada vez más rentable la des-localización de muchas actividades. Las empresas dejaron de intentar crecer a toda costa, y cada vez buscaban y siguen buscando centrarse en nichos de mercado de alto valor añadido, comprando sus inputs en los mercados. Las firmas textiles, por ejemplo, subcontratan su producción en talleres de terceros países, encargándose solo del diseño, la distribución y el control de calidad. Las industrias automovilísticas se juegan su competitividad en una localización inteligente de sus plantas industriales y en una elección cuidadosa de proveedores externos. Los mercados regulan cada vez más el tamaño de las empresas y sus políticas de dividendos.

Las empresas no tienen margen de maniobra para aventuras poco rentables o para juegos ególatras. Retener beneficios sin ofrecer rentabilidad es exponerse a una OPA o a una suave, pero letal descapitalización.

Los consumidores por su parte están cada vez más segmentados y conforme las nuevas tecnologías entran en acción, el efecto de las "colas largas" hace cada vez más difícil a las empresas disfrutar de la uniformidad de las preferencias.

En conjunto el régimen productivo y las preferencias de una sociedad informatizada y post-industrial son cada vez más incompatibles con el intervencionismo y con el socialismo. Quienes desean intervenir la economía y redistribuir la renta pueden hacerlo mediante transferencias redistributivas o seguros obligatorios. Pero hagan lo que hagan con la distribución secundaria de la renta, bajo este régimen post-taylorista una recomendación es segura para todos los políticos: que mantengan sus manazas lejos de la producción (y regulen lo menos posible). La economía siempre ha sido demasiado complicada, y ahora lo es más que nunca.

[1] Esta idea anima el maravilloso relato de Isaac Asimov, "El conflicto evitable", en el cual los gobiernos del mundo han sido sustituidos por cuatro grandes super-ordenadores. Una fantasía Walrasiana, de dudosa viabilidad.